¡LA COMUNA DE LOS NADIE!


Frente a la extensión globalizada del nihilismo, el arrojo a la catástrofe de nuestras antiguas representaciones nos obliga a asumir nuevos lugares, construir nuevos espacios, retomar de la nada la potencia de nuestra golpeada experiencia para trazar nuevas cartografías, en la furibunda comuna de la nada, para okupar las vidas destrozadas, desplazadas, exiliadas, por la movilización total y despiadada del capital. Es así como retornamos siempre ininteligibles, siembre inapropiables, siempre rebeldes al orden de muerte de esta sociedad.

¡LA COMUNA DE LOS NADIE!...
"porque no existe otro lenguaje, somos un balbuceo en el lenguaje del poder..." (miradas extraviadas, mar traful, 2002)

lunes, 27 de mayo de 2013

Apuntes en torno al nombre de la Sra. Camila Vallejos. Avatares de una huída y crónica de un 21 combativo.

Apuntes en torno al nombre de la Sra. Camila Vallejos. 
Avatares de una huída y crónica de un 21 combativo.
Mateu A. Hostis. 

Este artículo quiere poner en circulación una serie de imágenes que guardó el ojo dislocado de un anónimo manifestante en la marcha del 21 de mayo. Junto a ello, dar cuenta que dichas imágenes antes que capturar la repetición sin-fin de un recuadro, como pueden haberlo hecho revisando la infinidad de fotos en medios independientes como oficiales- ojos multiplicados por un fenómeno publicitario que se desplaza entre la contrainformación, el voyeurismo y la persecución- ,  pretenden avistar antes que una narrativa coherente, un movimiento, una red de contagio, entre una serie de elementos que componen la tan repetida contingencia social, y que puede ser puesta en discusión sólo desde los hechos que acaecieron durante la mañana y tarde de aquel helado martes. Es también, una interpelación al nombre de la señora Camila Vallejos, o sea a todos aquellos que dicho personaje de la política representa, junto a lo que condice, lo que moviliza, o más bien inmoviliza en la escena de la politización actual, como a lo que enuncia, más allá de cualquier frase, slogan, candidatura, o lienzo. ¿por qué?, pues bien, porque sabemos todos que entre el “señorita” o “señora” existe un rito de diferencia,  y que es necesario despejar, cuando el nombre de Camila Vallejos es traducible por Partido Comunista, o entre el sita o siñora es traducible la necesidad de militancia y legitimidad política, o como quiera que estratégicamente algunos medios o la política agónica ha querido nominar a los movimientos sociales bajo el nombre de algo, o alguien. No quiero hablar de farándula con esto, sino dar cuenta de lo que significa un orden categorial o ritual cuando irrumpe u ordena la informe multiplicidad del descontento, de la rabia, del odio, como de una potencia de una nueva política que emerge en las imágenes de una marcha como la de valparaiso, y que la singulariza, frente al resto de las marchas. Es así, como en el desarrollo de la marcha de valparaiso se pone en movimiento una potencia que desborda las formas instituidas de la política, como todas las representaciones tradicionales con que se pretende controlar la circulación de las fuerzas anónimas de un movimiento social, y que se grafica en todos los eventos que se sucedieron en la opacidad del caminar en conjunto de los diversos piños unidos sólo por un “avanzar y quemar el congreso nacional”, canto que al momento de golpear los muros porteños polifónicamente urdía cierta complicidad, como una serie de lugares comunes, un nosotros inabordable por cualquier etiqueta, como un sentimiento de rabia más allá de las ya fetichizadas formas de política que calman la necesaria transformación de la cotidiana vida política tradicional.
Era temprano, muy temprano, cuando los cuerpos variopintos comenzaron a desplazarse a plaza Victoria, entre ellos estudiantes, profesores, trabajadores, machistas, feministas, socialistas, comunistas, anarquistas, también cojos, precarios, colgados, descolgados, jippies, otros no tanto, cesantes y un sinfín de lugares de la mecánica social, que en esos momentos compartían una calle, como también una serie de controles de identidad, revisiones, y un lugar al cual llegar –de distintas maneras, pero igual-, el congreso. La marcha comenzó con un ánimo que es distinto al de todas las marchas, no es sólo manifestarse, sino okupar una ciudad con el fin de interrumpir un discurso, deslocalizar la circulación de las miradas de un país que oficialmente reparte el orden de la mirada entre los órganos manchados con sangre que marchan queriendo borrar la memoria del genocidio republicano y el populismo tecnócrata de los expertos en voz del presidente. Un sentido antes que un fin, un sentido que en su devenir olvida el sentido mediático de la paz social que vuelve legítima la petición de derechos, y que pone a operar una praxis colectiva de una política sin nombre, nocturna, anónima, que no es encasillable, pero que pone en evidencia la máquina de sentido conque la democracia neoliberal funciona. Es así, como la señora Camila Vallejos (in)visible en el transcurso de la marcha y sus discípulos, al llegar a la primera valla abandonan, retroceden, huyen, en fila, ordenados, cuando la fuerza de la rabia comienza a tratar de avanzar hacia el congreso. Quizás por miedo a desperfilar su candidatura, quizás por miedo a perder el sita o el siñora, de un pacto político que les da sentido-legitimidad actualmente en el Congreso. No pueden, como partido, perder su nombre, su lugar en el común en la tradición que gobierna los estados. Ellos quieren llegar al congreso, pero por una puerta ancha, no es interrumpiendo el discurso sino apropiándolo, no es okupando la ciudad, sino gobernándola, tomando incluso el bando de un “Bachelet” que resuena a un chet que nadie olvida aún. Aunque se instalaron en la primera columna de la marcha, siempre estuvieron afuera de ella- pero adentro del congreso-, porque ya no es la calle, ni la diferencia, ni la rabia, la que los moviliza, sino el orden factual del sentido tradicional del sita o siñora de la oficialidad el que los dota de existencia.
Es mientras huye la señora Camila Vallejos y su sinagoga, de este crimen contra la democracia parlamentaria, que los cuerpos enrabiados no olvidan, no olvidan la serie de escenas de la vida cotidiana que los atormentan, no olvidan los márgenes descuadrados del panfleto tecnócrata en el que son fichados en estadísticas con deudas, créditos, afp’s, ghettos, y otra serie de golpes a sus cuerpos, los que magullados por la violencia de la paz social tradicional democrática y parlamentaria, los moviliza a estar ahí sin tranzar. Entre la huída, entre el sita o siñorita, el problema es un conflicto en torno a la presencia. ¿Qué significa estar el 21 cagado de frío en medio de una marcha asediada por las fuerzas de orden y el espectáculo de un Icono de un ejército que unos años antes de saltar –a la fama- a matar peruanos había sido parte de una masacre en el wallmapu? Pues bien, no ser mártir, ya que no llevamos nombre alguno en nuestro actuar sino sólo el ser una multiplicidad de experiencias de vulnerabilidad que apropian la potencia de la impotencia, la fuerza de poder interrumpir un sentido- un gesto no dialéctico, ni reactivo-, sino la puesta en marcha de una operación política que pone en su actuar un “que se vayan todos”, una necesaria voluntad de hacer perecer todas las formas instituidas con las cuales se nos han arrebatado las vidas a merced de la paz social para la producción, siendo activos frente a dichas experiencias vitales, porque no guardamos sino una praxis común y no unívoca de una política que es anónima frente a las máquinas de traducción parlamentaria y democrática. No estamos ni adentro de su lenguaje ni afuera, estamos en el medio de la oratoria, sabemos quiénes son, pero también sabemos que no queremos ser ni señoritas ni señoras de un espectáculo político caduco, por eso caminamos hacia el congreso, sin jippie ni militante que quiera detener la rabia que significa vivir actualmente, y con ellos, la vitalidad que tenemos para estar ahí compartiendo experiencias y enredando nuestros deseos, satisfacciones e insatisfacciones, no pensando en proyectos a largo plazo que signifiquen dirigir una campaña en el nombre de la democracia, sino abriendo nuevos focos de conflicto, como nuevas formas de organizarnos, más allá de la lengua torcida de una política abierta a la gestión de los cuerpos como capital-humano.
No esperamos nada que no sea lo que en la opacidad de la experiencia de estar ahí, en valparaiso el 21 de mayo, en la experiencia común de mantenernos okupando la ciudad, desviando las miradas al extravío que significan las ganas de vivir más allá del nombre que nos quieran dar, instalando un sentido efectivo, que no parte de ninguna parte sino sólo de los cuerpos agobiados por la vida que llevamos y que se encuentran, conocen, redistribuyen y potencian abriendo nuevas formas del ejercicio de la política, nuevas formas de circular, que no es ni en lobbys, ni en televisión, ni en urnas donde vivimos, sino allí donde nos deshacemos de nombres y traducciones, asiendo sólo la real gana de crear espacios reales de una transformación efectiva. Este artículo es a todos los anónimos que aunque entrecrucemos perspectivas, sentidos y caminos, sabemos que no esperamos nada de nadie, sólo de la participación efectiva en la construcción colectiva de lazos que en cada lugar se tienden para enfrentar y sabotear la muerte a la que nos arrojan los que huyen. Y para terminar, haciendo eco de Zibechi “la comunidad no es, se hace; no es una institución, ni siquiera una organización, sino una forma que adoptan los vínculos entre las personas. Más que definir la comunidad, es ver cómo funciona”. Sabemos cómo funcionan, por consiguiente, trazamos cómo vamos siendo siempre diferentes a lo sido un práctico y efectivo “que se vayan todos”.

Y, ¿Quiénes son los extranjeros?




Y ¿quiénes son los extranjeros?
Pablo Azókar.

Durante los últimos años hemos podido evidenciar que las calles de Santiago han ido, poco a poco, volviéndose polifónicas. En un país que se ha caracterizado históricamente por una violenta y arbitraria armonía, coros múltiples y heterogéneos, la vuelven a relatar, la vuelven a retratar, sacando de las gargantas chilenas ese tono golpeado y autoritario que ha constituido las pretensiones dictato-democráticas neoliberales de hoy, posibilitándole de un ritmo latinoamericano que tradicionalmente siempre se había tratado a distancia, chilenizando el “stablishment internacional” de corte europeo como discurso identitario antes que el “barbárico” y siempre tan peligroso murmuro regional. Es así como entre los santos pavimentados de Santiago Centro; entre las criollas, aristocráticas y sórdidas calles del roto chileno; entre los parajes ferroviarios del ganso y, los siempre anónimos cités, comunidades rotas por el “benemérito” mercado internacional se asientan, tejiendo ya no sólo artesanales y rústicas manualidades, versos pampinos marchitos por el desierto, o caribeños productos selváticos, sino que también miserias, soledades, abandonos,  hambre, segregación, violencia e intolerancia, a través de la terrorífica y neoliberal orquesta del mercado flexibilizado y  el mercado criminal-seguritario, que a tientas bonachonas y “humanitarias” recitan en los oídos de estos viajeros el patriótico verso, “y verás como quieren en Chile” abriendo las usureras industrias manufactureras, los oligarquizados servicios, las comisarias, las prisiones, los antros de prostitución y los pornográficos e inquisidores medios de comunicación, para dar la bienvenida a estos cuerpos exiliados por la <<operación cóndor>> del libre mercado,  tal cual como se espera al “amigo cuando es forastero”, tal cual como se espera al hijo pródigo en la familia del mercado transnacional.
Sin embargo, si rastreamos los nuevos mapas neoliberales, su funcionamiento, sus rutas, sus cartografías, podemos dar cuenta de que estos yacen administrados no sólo por la anarquía transnacional, sino que de la mano de la importante labor de los Estados, los cuales, como históricamente lo han realizado, se desviven en la producción de míticas narrativas con las cuales poder legitimar sus políticas, potenciar sus mecanismos de control, concretar ciertos fines, y poder asegurar y prevenir los flujos de los agentes que las componen, de esa multiplicidad que sin saberlo ha firmado un contrato con la muerte de los Otros para asegurar sus vidas, su “nosotros”. Es así como una historia de los Estados, una historia del Estado chileno, en particular, debe estar atravesada por las huellas de muerte que ha dejado, olvidado e incorporado, en los mitos nacionalistas-racistas de su verdad. “Somos bravos como los araucanos”, pudimos decir los chilenos luego de haber expropiado y asesinado cientos de araucanos en lo que recordamos como “pacificación” de la araucanía, una pacificación que se extiende hasta hoy sobre el wallmapu. “Somos republicanos, rotos chilenos” pudimos afirmar cuando miles de hombres fueron arrastrados por la fuerza al ejército y luego a la guerra por los intereses de un parlamento que no buscaba en el norte más que riquezas para firmas europeas. “somos los jaguares de Latinoamérica” cuando los cuerpos ensangrentados de las matanzas obreras, docilizados por la violencia del Estado, permitieron ingresar a Chile en uno de los rankings más rentables para la explotación laboral a nivel mundial, tejiendo desde la muerte un horizonte republicano que se veía, a punta de balas, hecho leal, patriótico, y unitario. “Somos uno de los países más democráticos a nivel mundial”, gritamos desenfrenadamente luego de haber dicho NO a la dictadura, que tejió entre desaparecidos, fusilamientos, campos de concentración y exilios, un binominal, una política oligárquica social de mercado, un Estado de excepción, de sitio, normalizado como democrático en el Wallmapu, en las poblaciones, en los campamentos, en las zonas fronterizas, en los sectores vulnerables, etc. Y que hoy, día a día, se sigue robusteciendo en las portadas farandulizadas de medios de comunicación con estos enemigos que deben ser siempre incorporados a sangre en las renovaciones fundacionales con las cuales se asegura y protege el estado de derecho de nuestro país.
El filósofo Santiago López Petit nos advierte de esta nueva estancia ciudadana en el neoliberalismo evidenciando que <<Somos ciudadanos cada vez que nos comportamos como tales, es decir, cada vez que hacemos lo que nos corresponde y se espera de nosotros: trabajar, consumir, divertirnos.>>, siempre dispuestos y convencidos de asir los mitos de nuestra historia para poder mantenerlo impío, siempre dispuestos a “luchar por nuestra patria”, siempre dispuestos a firmar lealtad con los enunciados de nuestra ciudadanía. Es así como hoy en día, el mito neoliberal se abre un nuevo objetivo, nuevas poblaciones de sujetos, nuevas direcciones estratégicas ad-hoc a la normativa internacional de la soberanía. Basta con salir a dar un paso por las calles del nuevo mapa cultural de Santiago para advertir en la boca de nuestros compatriotas el “nuevo y renovado” aliento identitario del siglo XXI, “cholos, váyanse a trabajar por su país”, “trabaja por tu patria, mata a un peruano”, “los cholos nos quitan el trabajo”, “fuera los cholos delincuentes”, etc, con que se empieza a escribir, de la mano de la prensa voyeur, la subjetividad del chileno promedio, advirtiendo que las soberanías están lejos de extinguirse y que día a día, nuevos racismos comienzan a enarbolarse solapando así los territorios comunes con que ciudadanía y migración se imbrican, los de precariedad, pobreza, flexibilización laboral y delincuencia.
El neoliberalismo chileno se permite ingresar en las grandes ligas económicas volviendo las ciudadanías sinónimos de trabajo, por un lado, y de inseguridad, por otro. Por un lado, el Estado neoliberal chileno requiere asegurar trabajo para todos, no obstante el más precarizado y flexibilizado, “necesitamos empleos”, pues bien que todos trabajen, aunque lo hagan en dos o tres lugares distintos para poder satisfacer las necesidades correspondientes a la sobrevivencia, por otro lado, conteniendo en la marginalidad la mayor, pero controlada, población de ilegales -nacionales e internacionales- para poder satisfacer así subcontratos o el enriquecedor mercado del crimen, el cual da cabida a una nueva modalidad empresarial dispuesta a controlar, disciplinar, docilizar, allanar, asesinar, pero por sobretodo, atemorizar a la población, asegurando así, bajo las sombras y las conductas estoicas del simulacro del Bien Común, las preocupaciones por las reales condiciones sociales en que se disfruta, como derecho, la precariedad. El derecho a la precariedad se vuelve el síntoma más latente de un Estado-nación que se reinventa en cuanto Estado-guerra, dejando de lado el fin de la unidad nacional, por el de la fragmentariedad, la competencia, la inseguridad, la intolerancia y la violencia, dándole un valor de cambio a cada una de estas grandes crisis y falacias que supone subsanar. El ciudadano chileno tiene consigo el deber de trabajar, consumir y entretenerse, siendo fiel a la soberanía neoliberal dada por el derecho a la precariedad, pudiendo ingresar a un campo de amplia oferta de bonos; el inmigrante, se ve obligado por su mera condición de extranjero a la precariedad, teniendo en cuenta que su condición no será asegurada más que por su paulatina muerte, obligado al trabajo, más que al del consumo y para qué decir al del entretenimiento, siendo éste último el espacio de ingreso a la chilenidad a partir de categorías tales como “sucio”, “cochino”, “peleador” y “asaltante”.
El nuevo mito neoliberal del chileno incorpora sólo por dos formas al extranjero, como trabajador flexibilizado, alienado de derecho más que al de la precariedad, y culturalmente, como delincuente, sujeto de riesgo y precaución. Al neoliberalismo no le importa si ingresa legal o ilegal, por los dos campos ingresa al mercado como potencial de riqueza. El extranjero debe asirse a la sobrevivencia, ¿no es por eso que está acá?, debe satisfacer cierta cantidad de remesas para aquellos a quienes se vio obligado a abandonar, debe cumplir y agachar la cabeza, porque día a día en la calle le recalcan que está quitando un trabajo, debe abrirse a las fantasías de los dueños de esta larga y angosta faja de explotación y cárcel, porque si no, muere de hambre.
¿quiénes son los extranjeros?, pues bien, los que han renunciado a su patria por la precariedad, quienes sólo por ser precarios son presuntos criminales o simplemente ingresan más abajo del promedio salarial a trabajar. ¿Quiénes son extranjeros?, los que día a día no hablan más que de la sobrevivencia, los que hostigados por su mera apariencia ya tienen lugar en el exilio, en un exilio – un exilio transnacional o intranacional-; aquellos que sólo por vivir en medio de la precariedad deben olvidar su lengua, su comunidad; aquellos que no sólo atraviesan frontera al norte o al sur, sino aquellos que aguardan en escuelas de riesgo, poblaciones en vulnerabilidad o celdas de castigo; aquellos que día a día nos vemos obligados a inventar una lengua más allá de la ciudadanía, una lengua que apunta a quienes gobiernan el hambre y el exilio en la comunidad del bienestar del libre mercado; aquellos que sin patria más que la de la precariedad nos organizamos en los recodos olvidados de una ciudadanía global, transnacional y neoliberal.




PARA UNA CRÍTICA ANTICARCELARIA.




PARA UNA CRÍTICA ANTICARCELARIA.
Comunero de la nada.


-¿Qué está haciendo en esta cueva de prostitutas?/-Eso tendría que preguntárselo yo a usted, oficial./-¿Sabe que tengo que llevarlo detenido?/-No, no lo sé./-No se haga el gracioso, ¿tiene drogas?/-Nunca hay que cometer dos delitos al mismo tiempo. “De una figura delictiva se puede zafar, pero si se está encuadrado en dos, el caso es insalvable"./-¿Dónde aprendió eso?/-Me lo enseñaron los compañeros que tuve en el calabozo en el que usted me hizo encerrar./-Ahora lo voy a encerrar de nuevo para que complete sus lecciones y se convierta en el delincuente perfecto./-No se preocupe por mi educación, oficial, prefiero seguir de autodidacta./-¿Qué vino a hacer en un lugar como éste?/-Qué poca imaginación, oficial/
-Responda a mi pregunta./-Vine a buscar a dos amigas que trabajan aquí./-¿Cómo se llaman sus amigas?/-Solange Latour y Madame Pompón./-No me interesan sus nombres de batalla. Dígame cómo se llaman para la ley./-¿Usted es a prueba de escándalo, oficial?/-¿Cómo se llaman?/-Ramón García y David Klijman./-¿Por qué no tiene amigos más decentes?/-Porque soy un inadaptado social/-¿Nunca conoció jóvenes más normales?/-Por supuesto, conozco abogados, sicólogos, periodistas, asistentes sociales y policías./-¿Y entonces por qué se mezcla con estos tipos?/-Entre nosotros, oficial, porque me caen mejor los delincuentes.
“Marc la sucia rata”

Extraer de los enunciados anticarcelarios un fetiche es fácil, en cuanto la crítica proviene de un espacio anterior a la cárcel; un espacio cercado, como un calabozo, situado en un lugar recóndito, guarecido de las turbulentas experiencias con que el crimen acontece. Con premeditada astucia el crítico observa la cárcel para depositar sobre ella su crítica, no libera cierta pasión criminal para hablar sobre ésta sino antepone la sediciosa objetividad científica para hacer hablar a las sombras -que susurran en un idioma extranjero dentro de aquellas mohosos muros, ruines muros- sobre ciertas idílicas verdades, aquella “Humanidad”, aquella “Libertad”, aquella “Dignidad” con la cual viste los cuerpos hacinados en ésta para asir la muerte, re-modelarla, y orientarla a un ritual mucho más “normal”, mucho más “humano”, mucho más “libre”, mucho más “digno”. Entre más humanitario el discurso, más anticarcelaria se dispone la crítica. Entre más filantrópica la retórica, el discurso más dinamitero resuena.
Durante el transcurso del siglo XVIII y el siglo XIX la prisión se humanizó. La sociedad dispuso y escatimó la mayor cantidad de esfuerzos por abandonar el suplicio, el descuartizamiento, el exilio, como modus operandi del castigo. Es en este mismo periodo, que los críticos hacen también su mayor y más satisfactoria aparición: el hombre debe ser contenido, disciplinado, vigilado, para ser reinsertado, reinsertado en “el normal funcionamiento de su humanidad”, por lo tanto, incorporado a las relaciones funcionales y utilitarias con que la humanidad, en cuanto sociedad, le preescribía. Cierta normalización de su comportamiento, de sus emotividades, de sus pensamientos, de su sentimentalidad, tenía que estar asegurada: el Hombre es lo que sus derechos dan cuenta. El Hombre es en el espacio de la ley que lo constituye como tal, y respecto a ella, a su inherente relación, la sociedad debe esmerarse en concretar su función ordenadora. La prisión se tiñe de cierto carácter de humanidad, hace aflorar con ella cierta legitimidad, cierta verdad, cierta “naturalidad”. La prisión en su aparición, casi divina, guarda en su interior las normas pasionales de la sociedad respecto a lxs individuos. La prisión guarda el secreto de la sociedad que la mantiene como institución fundamental.. La prisión canaliza ideológicamente los cuerpos de los condenados, más bien sus almas, esas representaciones con que lxs individuos son antes de su experiencia considerados Hombres (De la ley), y que se transforma en el campo de batalla en el que la condición de guerra en que se sustentan las sociedades comienza a dar ciertos atisbos de paz, de silencio, de humanidad, de justicia, de dignidad, respecto al secreto, en torno a ese secreto de la sociedad que da cuenta de la función de la prisión como institución económicamente funcional, como institución positiva*, productiva y también reproductiva de “realidad”(de lo normal-lo anormal), de aquello que es verdad, de legitimidad (de lo bueno-lo malo) de los mecanismos sociales de producción de capital. El cuerpo, del prisionero o del ciudadano, como tal es el objetivo de la institucionalización de la guerra de la sociedad contra toda aquella potencia inherentemente antisocial. El cuerpo del preso guarda cicatrices de algo que no es para la sociedad sino en su real condición de enfrentamiento, de diferencia, de singularidad  delincuencial, de choque con el marco social productivo que lo mantiene preso por el carácter de peligrosidad que vuelca contra la “Humanidad”.  El cuerpo del preso guarda las cicatrices de la sociedad, porque en él se inscribe lo que debe y no debe ser El Hombre, qué debe y qué no debe hacer, qué debe y qué no debe sentir, qué pulsaciones debe o no debe continuar y satisfacer. El cuerpo del preso desborda toda representación que lo determine antes de su condición de preso, el preso no es anterior a la prisión, sino que construye su identidad en la cultura que guarda, produce y sostiene, en su interioridad, la cárcel. No obstante, la cárcel, como institución positiva, guarda en su  interioridad, -en sus mecanismos disciplinarios, en su ordenamiento espacial y temporal, en sus relaciones jerarquizadas y autoritarias-, una relación directamente abierta con la exterioridad, con el afuera, con la “sociedad libre y civilizada” que precipita y dinamiza dicha interioridad, como la institución que es; guarda una relación directamente correspondiente con los mecanismos de control, producción y disciplinamiento con que se ordena “la ciudadanía de Hombres Libres”, y a su vez, legitima cierta ficción representacional de lo social, guardando en ella el secreto, con que el presente se sustenta como tal, guardando el secreto con que el orden social se mantiene custiodiado.
El crimen del crítico reside en el lugar desde donde trata de concebir el fenómeno carcelario, reside en la representación, se antepone al cuerpo del preso tatuado, en su presente, por la prisión, a la experiencia del crimen, a lo que el crimen hace acontecer, y permite visibilizar. ¿qué hace acontecer el crimen? qué si no el marco regulatorio de una sociedad en funcionamiento, en productividad, cierta normatividad, cierto régimen de vida, cierto entramado seguritario con el cual permitir el correcto devenir de los flujos, de las vidas, de los deseos. La cárcel guarda un secreto, guarda el secreto que imprime la sociedad en el actuar inconciente y funcional de los individuos, guarda el secreto de un presente, guarda el engranaje de las máquinas productivas de realidad con que la idea-representación “Hombre-ciudadano” se constituye en su presente.
La colonia penitenciaria guarda en la cicatriz que produce sobre el cuerpo del preso la infracción, en consecuencia, la ley, y qué es la ley si no el significado de la vida, la vida con la cual se produce y reproduce cierta realidad en el hoy, y en el ayer, y en el mañana, dando cuenta de la singularidad epocal con que los sistemas sociales se reconfiguran y producen, literalmente, la vida, la vida social.
El hombre como tal es un cuerpo inscrito por los diversos mecanismos sociales que disponen las relaciones entre ellos a un secreto, a la producción y reproducción de cierto orden social, orden social que se dispone abierto al crimen, en cuanto el crimen es productivo en la generación de temor social; y el temor social, qué es sino la llave para la profundización de mecanismos seguritarios, qué es sino la posibilidad de establecer el estado de sitio sobre la vida, qué es sino el repliegue de las fuerzas de control social para la modelación de la sociedad en torno a su secreto, el secreto de la invisibilización, del panóptico, con el cual administrar las vidas, significarlas, como mercancías de excedencia. Qué es la humanización del preso, sino la mejor forma de readecuar los mecanismos penitenciarios para extenderlos al afuera de la cárcel, a la vida social.
Los críticos filantrópicos del siglo XIX –entre ellos Bentham, creador del panóptico carcelario- fueron quienes a través de la humanización del preso permitieron extender al afuera de la prisión los mecanismos disciplinarios, coercitivos, y normalizadores, en su condición positiva, justificable, y bonachona, convirtiéndose en el antecedente más cercano de la sociedad panóptica, satelital, mass media, que hoy regimenta y constituye a los hombres como tal. El invento de la “Humanidad” como ficción ideológica es el principal motor de la sociedad capitalista, a su vez, la carta constitucional del Estado-nación, y en su devenir, el campo de batalla donde la vida se dispuso como mercancía, como espacio de gestión de los dispositivos tendientes a la producción capitalista. La “Humanidad” reviste el secreto de la sociedad capitalista, guardándose en ella el derecho Humano, de encerrar, de contener, de reprimir, de silenciar, de desaparecer cuerpos, cuerpos mutilados. Cuerpos a los cuales les fue arrancado la capacidad de nombrarse a sí mismos, anteponiendo a ellos su “Humanidad”, restituida su experiencia por mecanismos disciplinarios, y hoy en día, terapéuticos, con los cuales inscribirles su ser, su existencia, su normalidad, su funcionalidad, su positividad.
El enganche crítico fetichista con el cual muchos hoy en día se disponen en enemistad con la prisión es, paradójicamente, el mismo que a los reformistas penitenciarios del Siglo XIX les permitió extender la prisión, como institución limitada, al afuera, al todo social, y constituir, a través de cierto regimen y lógica seguritaria capitalista, las vidas. Si la prisión y su multidisciplinario equipo de gendarmes –desde el cabo-lumpen al sicológo bonachón- anteponen al cuerpo del preso cierta representación Humanizada con el cual docilizar al delincuente, el crítico que antepone su discursillo romántico de clase, metafísico, republicano, revolucionario, etc, realiza el mismo acto mimético penitenciario, el del silenciamiento, el ocultamiento y la negación del encerrado, que guarda en su mudez su tiempo, cierta norma, cierto poder, cierta verdad que lo mantiene encerrado.
Hacer hablar, es permitir constituir la potencia creativa y activa del encerrado, el que yace preso en la cárcel, en el hospital, en la fábrica, en la escuela, en la universidad, -y aún más, en el metro, en la micro, en el paseo, en el portal, en la radio, en la televisión, en el Facebook, etc,- es evidenciar en sus cuerpos cómo los mecanismos de productividad gestionan sus vidas-mercancías; hacer hablar no es hablar por el otro, no querer representar a nadie, es tensionar sus flujos de normalidad para hacer emerger en su cotidianeidad el marco de la ley, el marco positivo de la ley con que la vida yace dispuesta como mercancía. Hacer hablar, es interrumpir el discurso del torturador –el político, del facho al stalino; el dirigente, del pc al ultra; el economista, del neoliberal al marxista- que habla a través del cuerpo del preso, del obrero, del estudiante, del politicucho. Hacer hablar es afirmar la condición del delincuente, visibilizando en su experiencia la norma que yace inscrita silenciosamente en la vida social de los individuos. Interrumpir al capital es visibilizar la cárcel, amplificar el gruñido del loco, del paria, del inmigrante, del explotado, y permitir que su cuerpo se apropie de su vida, que la rabia, el agobio, el odio, el hastío se tome las tribunas de lo público para destruirlo, agenciando el querer de la fuga al de la afinidad, al de la conspiración, al del anonimato, al de la solidaridad, contra la vida-mercancía. Hacer hablar es permitir evidenciar la violencia fundante de toda sociedad sobre los grupos minoritarios sojuzgados por los intereses de una mayoría; hacer hablar es potenciar la guerra de una multiplicidad de comunidades silenciada por la paz social de una civilizada comunidad del capital. Hacer hablar es hacer hablar la guerra con que el detalle, el grupo, la comuna, la colectividad, se distancia de todo carácter homogeneizante y totalizador de cualquier sociedad cívica, humana, cristiana y capitalista.

¡Por la libertad de lxs presxs de la vida del capital, contra toda Humanidad, acción y conspiración!

* cuando digo institución positiva y productiva, me refiero al carácter productor de cierta subjetividad con los individuos se reconocen como sujetos, por ejemplo, cuando el estudiante se reconoce como obrero, reconoce cierta subjetividad dada por cierta institución positiva denominada fábrica, dejando en otro espacio cierta subjetividad del estudiante determinada por la institución escuela.