PARA UNA CRÍTICA ANTICARCELARIA.
Comunero de la nada.
-¿Qué está haciendo en esta cueva de prostitutas?/-Eso tendría que
preguntárselo yo a usted, oficial./-¿Sabe que tengo que llevarlo detenido?/-No,
no lo sé./-No se haga el gracioso, ¿tiene drogas?/-Nunca hay que cometer dos
delitos al mismo tiempo. “De una figura delictiva se puede zafar, pero si se
está encuadrado en dos, el caso es insalvable"./-¿Dónde aprendió eso?/-Me
lo enseñaron los compañeros que tuve en el calabozo en el que usted me hizo
encerrar./-Ahora lo voy a encerrar de nuevo para que complete sus lecciones y
se convierta en el delincuente perfecto./-No se preocupe por mi educación,
oficial, prefiero seguir de autodidacta./-¿Qué vino a hacer en un lugar como
éste?/-Qué poca imaginación, oficial/
-Responda a mi pregunta./-Vine a buscar a dos amigas que trabajan
aquí./-¿Cómo se llaman sus amigas?/-Solange Latour y Madame Pompón./-No me
interesan sus nombres de batalla. Dígame cómo se llaman para la ley./-¿Usted es
a prueba de escándalo, oficial?/-¿Cómo se llaman?/-Ramón García y David
Klijman./-¿Por qué no tiene amigos más decentes?/-Porque soy un inadaptado
social/-¿Nunca conoció jóvenes más normales?/-Por supuesto, conozco abogados,
sicólogos, periodistas, asistentes sociales y policías./-¿Y entonces por qué se
mezcla con estos tipos?/-Entre nosotros, oficial, porque me caen mejor los
delincuentes.
“Marc la sucia rata”
Extraer de los
enunciados anticarcelarios un fetiche es fácil, en cuanto la crítica proviene
de un espacio anterior a la cárcel; un espacio cercado, como un calabozo,
situado en un lugar recóndito, guarecido de las turbulentas experiencias con
que el crimen acontece. Con premeditada astucia el crítico observa la cárcel
para depositar sobre ella su crítica, no libera cierta pasión criminal para
hablar sobre ésta sino antepone la sediciosa objetividad científica para hacer
hablar a las sombras -que susurran en un idioma extranjero dentro de aquellas
mohosos muros, ruines muros- sobre ciertas idílicas verdades, aquella
“Humanidad”, aquella “Libertad”, aquella “Dignidad” con la cual viste los
cuerpos hacinados en ésta para asir la muerte, re-modelarla, y orientarla a un
ritual mucho más “normal”, mucho más “humano”, mucho más “libre”, mucho más “digno”.
Entre más humanitario el discurso, más anticarcelaria se dispone la crítica.
Entre más filantrópica la retórica, el discurso más dinamitero resuena.
Durante el
transcurso del siglo XVIII y el siglo XIX la prisión se humanizó. La sociedad
dispuso y escatimó la mayor cantidad de esfuerzos por abandonar el suplicio, el
descuartizamiento, el exilio, como modus operandi del castigo. Es en este mismo
periodo, que los críticos hacen también su mayor y más satisfactoria aparición:
el hombre debe ser contenido, disciplinado, vigilado, para ser reinsertado,
reinsertado en “el normal funcionamiento de su humanidad”, por lo tanto,
incorporado a las relaciones funcionales y utilitarias con que la humanidad, en
cuanto sociedad, le preescribía. Cierta normalización de su comportamiento, de
sus emotividades, de sus pensamientos, de su sentimentalidad, tenía que estar
asegurada: el Hombre es lo que sus derechos dan cuenta. El Hombre es en el
espacio de la ley que lo constituye como tal, y respecto a ella, a su inherente
relación, la sociedad debe esmerarse en concretar su función ordenadora. La
prisión se tiñe de cierto carácter de humanidad, hace aflorar con ella cierta
legitimidad, cierta verdad, cierta “naturalidad”. La prisión en su aparición,
casi divina, guarda en su interior las normas pasionales de la sociedad
respecto a lxs individuos. La prisión guarda el secreto de la sociedad que la
mantiene como institución fundamental.. La prisión canaliza ideológicamente los
cuerpos de los condenados, más bien sus almas, esas representaciones con que lxs
individuos son antes de su experiencia considerados Hombres (De la ley), y que
se transforma en el campo de batalla en el que la condición de guerra en que se
sustentan las sociedades comienza a dar ciertos atisbos de paz, de silencio, de
humanidad, de justicia, de dignidad, respecto al secreto, en torno a ese
secreto de la sociedad que da cuenta de la función de la prisión como
institución económicamente funcional, como institución positiva*, productiva y
también reproductiva de “realidad”(de lo normal-lo anormal), de aquello que es
verdad, de legitimidad (de lo bueno-lo malo) de los mecanismos sociales de
producción de capital. El cuerpo, del prisionero o del ciudadano, como tal es
el objetivo de la institucionalización de la guerra de la sociedad contra toda aquella
potencia inherentemente antisocial. El cuerpo del preso guarda cicatrices de
algo que no es para la sociedad sino en su real condición de enfrentamiento, de
diferencia, de singularidad delincuencial, de choque con el marco social productivo
que lo mantiene preso por el carácter de peligrosidad que vuelca contra la
“Humanidad”. El cuerpo del preso guarda las cicatrices
de la sociedad, porque en él se inscribe lo que debe y no debe ser El Hombre,
qué debe y qué no debe hacer, qué debe y qué no debe sentir, qué pulsaciones
debe o no debe continuar y satisfacer.
El cuerpo del preso desborda toda representación que lo determine antes de su
condición de preso, el preso no es anterior a la prisión, sino que construye
su identidad en la cultura que guarda, produce y sostiene, en su interioridad,
la cárcel. No obstante, la cárcel, como institución positiva, guarda en su interioridad, -en sus mecanismos
disciplinarios, en su ordenamiento espacial y temporal, en sus relaciones
jerarquizadas y autoritarias-, una relación directamente abierta con la
exterioridad, con el afuera, con la “sociedad libre y civilizada” que precipita
y dinamiza dicha interioridad, como la institución que es; guarda una relación
directamente correspondiente con los mecanismos de control, producción y
disciplinamiento con que se ordena “la ciudadanía de Hombres Libres”, y a su
vez, legitima cierta ficción representacional de lo social, guardando en ella
el secreto, con que el presente se sustenta como tal, guardando el secreto con
que el orden social se mantiene custiodiado.
El crimen del
crítico reside en el lugar desde donde trata de concebir el fenómeno
carcelario, reside en la representación, se antepone al cuerpo del preso
tatuado, en su presente, por la prisión, a la experiencia del crimen, a lo que
el crimen hace acontecer, y permite visibilizar. ¿qué hace acontecer el crimen?
qué si no el marco regulatorio de una sociedad en funcionamiento, en
productividad, cierta normatividad, cierto régimen de vida, cierto entramado
seguritario con el cual permitir el correcto devenir de los flujos, de las
vidas, de los deseos. La cárcel guarda un secreto, guarda el secreto que
imprime la sociedad en el actuar inconciente y funcional de los individuos,
guarda el secreto de un presente, guarda el engranaje de las máquinas productivas
de realidad con que la idea-representación “Hombre-ciudadano” se constituye en
su presente.
La colonia
penitenciaria guarda en la cicatriz que produce sobre el cuerpo del preso la
infracción, en consecuencia, la ley, y qué es la ley si no el significado de la
vida, la vida con la cual se produce y reproduce cierta realidad en el hoy, y
en el ayer, y en el mañana, dando cuenta de la singularidad epocal con que los
sistemas sociales se reconfiguran y producen, literalmente, la vida, la vida
social.
El hombre como tal
es un cuerpo inscrito por los diversos mecanismos sociales que disponen las
relaciones entre ellos a un secreto, a la producción y reproducción de cierto
orden social, orden social que se dispone abierto al crimen, en cuanto el
crimen es productivo en la generación de temor social; y el temor social, qué
es sino la llave para la profundización de mecanismos seguritarios, qué es sino
la posibilidad de establecer el estado de sitio sobre la vida, qué es sino el
repliegue de las fuerzas de control social para la modelación de la sociedad en
torno a su secreto, el secreto de la invisibilización, del panóptico, con el
cual administrar las vidas, significarlas, como mercancías de excedencia. Qué
es la humanización del preso, sino la mejor forma de readecuar los mecanismos
penitenciarios para extenderlos al afuera de la cárcel, a la vida social.
Los críticos
filantrópicos del siglo XIX –entre ellos Bentham, creador del panóptico
carcelario- fueron quienes a través de la humanización del preso permitieron
extender al afuera de la prisión los mecanismos disciplinarios, coercitivos, y
normalizadores, en su condición positiva, justificable, y bonachona,
convirtiéndose en el antecedente más cercano de la sociedad panóptica,
satelital, mass media, que hoy regimenta y constituye a los hombres como tal.
El invento de la “Humanidad” como ficción ideológica es el principal motor de
la sociedad capitalista, a su vez, la carta constitucional del Estado-nación, y
en su devenir, el campo de batalla donde la vida se dispuso como mercancía,
como espacio de gestión de los dispositivos tendientes a la producción
capitalista. La “Humanidad” reviste el secreto de la sociedad capitalista,
guardándose en ella el derecho Humano, de encerrar, de contener, de reprimir,
de silenciar, de desaparecer cuerpos, cuerpos mutilados. Cuerpos a los cuales
les fue arrancado la capacidad de nombrarse a sí mismos, anteponiendo a ellos
su “Humanidad”, restituida su experiencia por mecanismos disciplinarios, y hoy
en día, terapéuticos, con los cuales inscribirles su ser, su existencia, su normalidad, su funcionalidad, su
positividad.
El enganche crítico
fetichista con el cual muchos hoy en día se disponen en enemistad con la
prisión es, paradójicamente, el mismo que a los reformistas penitenciarios del
Siglo XIX les permitió extender la prisión, como institución limitada, al
afuera, al todo social, y constituir, a través de cierto regimen y lógica seguritaria
capitalista, las vidas. Si la prisión y su multidisciplinario equipo de
gendarmes –desde el cabo-lumpen al sicológo bonachón- anteponen al cuerpo del
preso cierta representación Humanizada con el cual docilizar al delincuente, el
crítico que antepone su discursillo romántico de clase, metafísico, republicano,
revolucionario, etc, realiza el mismo acto mimético penitenciario, el del
silenciamiento, el ocultamiento y la negación del encerrado, que guarda en su
mudez su tiempo, cierta norma, cierto poder, cierta verdad que lo mantiene
encerrado.
Hacer hablar, es
permitir constituir la potencia creativa y activa del encerrado, el que yace
preso en la cárcel, en el hospital, en la fábrica, en la escuela, en la
universidad, -y aún más, en el metro, en la micro, en el paseo, en el portal,
en la radio, en la televisión, en el Facebook, etc,- es evidenciar en sus
cuerpos cómo los mecanismos de productividad gestionan sus vidas-mercancías;
hacer hablar no es hablar por el otro, no querer representar a nadie, es tensionar
sus flujos de normalidad para hacer emerger en su cotidianeidad el marco de la
ley, el marco positivo de la ley con que la vida yace dispuesta como mercancía.
Hacer hablar, es interrumpir el discurso del torturador –el político, del facho
al stalino; el dirigente, del pc al ultra; el economista, del neoliberal al
marxista- que habla a través del cuerpo del preso, del obrero, del estudiante,
del politicucho. Hacer hablar es afirmar la condición del delincuente,
visibilizando en su experiencia la norma que yace inscrita silenciosamente en
la vida social de los individuos. Interrumpir al capital es visibilizar la
cárcel, amplificar el gruñido del loco, del paria, del inmigrante, del
explotado, y permitir que su cuerpo se apropie de su vida, que la rabia, el
agobio, el odio, el hastío se tome las tribunas de lo público para destruirlo,
agenciando el querer de la fuga al de la afinidad, al de la conspiración, al
del anonimato, al de la solidaridad, contra la vida-mercancía. Hacer hablar es
permitir evidenciar la violencia fundante de toda sociedad sobre los grupos
minoritarios sojuzgados por los intereses de una mayoría; hacer hablar es
potenciar la guerra de una multiplicidad de comunidades silenciada por la paz
social de una civilizada comunidad del capital. Hacer hablar es hacer hablar la
guerra con que el detalle, el grupo, la comuna, la colectividad, se distancia
de todo carácter homogeneizante y totalizador de cualquier sociedad cívica,
humana, cristiana y capitalista.
¡Por la libertad de
lxs presxs de la vida del capital, contra toda Humanidad, acción y conspiración!
* cuando digo
institución positiva y productiva, me refiero al carácter productor de cierta
subjetividad con los individuos se reconocen como sujetos, por ejemplo, cuando
el estudiante se reconoce como obrero, reconoce cierta subjetividad dada por
cierta institución positiva denominada fábrica, dejando en otro espacio cierta
subjetividad del estudiante determinada por la institución escuela.
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