Y ¿quiénes son
los extranjeros?
Pablo Azókar.
Durante los
últimos años hemos podido evidenciar que las calles de Santiago han ido, poco a
poco, volviéndose polifónicas. En un país que se ha caracterizado
históricamente por una violenta y arbitraria armonía, coros múltiples y
heterogéneos, la vuelven a relatar, la vuelven a retratar, sacando de las
gargantas chilenas ese tono golpeado y autoritario que ha constituido las
pretensiones dictato-democráticas neoliberales de hoy, posibilitándole de un
ritmo latinoamericano que tradicionalmente siempre se había tratado a
distancia, chilenizando el “stablishment internacional” de corte europeo como
discurso identitario antes que el “barbárico” y siempre tan peligroso murmuro
regional. Es así como entre los santos pavimentados de Santiago Centro; entre
las criollas, aristocráticas y sórdidas calles del roto chileno; entre los
parajes ferroviarios del ganso y, los siempre anónimos cités, comunidades rotas
por el “benemérito” mercado internacional se asientan, tejiendo ya no sólo artesanales
y rústicas manualidades, versos pampinos marchitos por el desierto, o caribeños
productos selváticos, sino que también miserias, soledades, abandonos, hambre, segregación, violencia e intolerancia,
a través de la terrorífica y neoliberal orquesta del mercado flexibilizado
y el mercado criminal-seguritario, que a
tientas bonachonas y “humanitarias” recitan en los oídos de estos viajeros el patriótico
verso, “y verás como quieren en Chile” abriendo las usureras industrias
manufactureras, los oligarquizados servicios, las comisarias, las prisiones,
los antros de prostitución y los pornográficos e inquisidores medios de
comunicación, para dar la bienvenida a estos cuerpos exiliados por la
<<operación cóndor>> del libre mercado, tal cual como se espera al “amigo cuando es
forastero”, tal cual como se espera al hijo pródigo en la familia del mercado
transnacional.
Sin embargo,
si rastreamos los nuevos mapas neoliberales, su funcionamiento, sus rutas, sus
cartografías, podemos dar cuenta de que estos yacen administrados no sólo por
la anarquía transnacional, sino que de la mano de la importante labor de los
Estados, los cuales, como históricamente lo han realizado, se desviven en la
producción de míticas narrativas con las cuales poder legitimar sus políticas,
potenciar sus mecanismos de control, concretar ciertos fines, y poder asegurar
y prevenir los flujos de los agentes que las componen, de esa multiplicidad que
sin saberlo ha firmado un contrato con la muerte de los Otros para asegurar sus
vidas, su “nosotros”. Es así como una historia de los Estados, una historia del
Estado chileno, en particular, debe estar atravesada por las huellas de muerte
que ha dejado, olvidado e incorporado, en los mitos nacionalistas-racistas de
su verdad. “Somos bravos como los araucanos”, pudimos decir los chilenos luego
de haber expropiado y asesinado cientos de araucanos en lo que recordamos como
“pacificación” de la araucanía, una pacificación que se extiende hasta hoy
sobre el wallmapu. “Somos republicanos, rotos chilenos” pudimos afirmar cuando
miles de hombres fueron arrastrados por la fuerza al ejército y luego a la
guerra por los intereses de un parlamento que no buscaba en el norte más que
riquezas para firmas europeas. “somos los jaguares de Latinoamérica” cuando los
cuerpos ensangrentados de las matanzas obreras, docilizados por la violencia
del Estado, permitieron ingresar a Chile en uno de los rankings más rentables
para la explotación laboral a nivel mundial, tejiendo desde la muerte un
horizonte republicano que se veía, a punta de balas, hecho leal, patriótico, y
unitario. “Somos uno de los países más democráticos a nivel mundial”, gritamos
desenfrenadamente luego de haber dicho NO a la dictadura, que tejió entre
desaparecidos, fusilamientos, campos de concentración y exilios, un binominal,
una política oligárquica social de mercado, un Estado de excepción, de sitio, normalizado
como democrático en el Wallmapu, en las poblaciones, en los campamentos, en las
zonas fronterizas, en los sectores vulnerables, etc. Y que hoy, día a día, se sigue
robusteciendo en las portadas farandulizadas de medios de comunicación con
estos enemigos que deben ser siempre incorporados a sangre en las renovaciones
fundacionales con las cuales se asegura y protege el estado de derecho de
nuestro país.
El filósofo
Santiago López Petit nos advierte de esta nueva estancia ciudadana en el
neoliberalismo evidenciando que <<Somos ciudadanos
cada vez que nos comportamos como tales, es decir, cada vez que hacemos lo que
nos corresponde y se espera de nosotros: trabajar, consumir,
divertirnos.>>, siempre dispuestos y convencidos de asir los mitos de
nuestra historia para poder mantenerlo impío, siempre dispuestos a “luchar por
nuestra patria”, siempre dispuestos a firmar lealtad con los enunciados de
nuestra ciudadanía. Es así como hoy en día, el mito neoliberal se abre un nuevo
objetivo, nuevas poblaciones de sujetos, nuevas direcciones estratégicas ad-hoc
a la normativa internacional de la soberanía. Basta con salir a dar un paso por
las calles del nuevo mapa cultural de Santiago para advertir en la boca de
nuestros compatriotas el “nuevo y renovado” aliento identitario del siglo XXI,
“cholos, váyanse a trabajar por su país”, “trabaja por tu patria, mata a un
peruano”, “los cholos nos quitan el trabajo”, “fuera los cholos delincuentes”,
etc, con que se empieza a escribir, de la mano de la prensa voyeur, la subjetividad
del chileno promedio, advirtiendo que las soberanías están lejos de extinguirse
y que día a día, nuevos racismos comienzan a enarbolarse solapando así los
territorios comunes con que ciudadanía y migración se imbrican, los de
precariedad, pobreza, flexibilización laboral y delincuencia.
El
neoliberalismo chileno se permite ingresar en las grandes ligas económicas
volviendo las ciudadanías sinónimos de trabajo, por un lado, y de inseguridad,
por otro. Por un lado, el Estado neoliberal chileno requiere asegurar trabajo
para todos, no obstante el más precarizado y flexibilizado, “necesitamos
empleos”, pues bien que todos trabajen, aunque lo hagan en dos o tres lugares
distintos para poder satisfacer las necesidades correspondientes a la
sobrevivencia, por otro lado, conteniendo en la marginalidad la mayor, pero
controlada, población de ilegales -nacionales e internacionales- para poder satisfacer
así subcontratos o el enriquecedor mercado del crimen, el cual da cabida a una
nueva modalidad empresarial dispuesta a controlar, disciplinar, docilizar,
allanar, asesinar, pero por sobretodo, atemorizar a la población, asegurando
así, bajo las sombras y las conductas estoicas del simulacro del Bien Común,
las preocupaciones por las reales condiciones sociales en que se disfruta, como
derecho, la precariedad. El derecho a la precariedad se vuelve el síntoma más
latente de un Estado-nación que se reinventa en cuanto Estado-guerra, dejando
de lado el fin de la unidad nacional, por el de la fragmentariedad, la
competencia, la inseguridad, la intolerancia y la violencia, dándole un valor
de cambio a cada una de estas grandes crisis y falacias que supone subsanar. El
ciudadano chileno tiene consigo el deber de trabajar, consumir y entretenerse,
siendo fiel a la soberanía neoliberal dada por el derecho a la precariedad,
pudiendo ingresar a un campo de amplia oferta de bonos; el inmigrante, se ve
obligado por su mera condición de extranjero a la precariedad, teniendo en
cuenta que su condición no será asegurada más que por su paulatina muerte,
obligado al trabajo, más que al del consumo y para qué decir al del
entretenimiento, siendo éste último el espacio de ingreso a la chilenidad a
partir de categorías tales como “sucio”, “cochino”, “peleador” y “asaltante”.
El nuevo mito
neoliberal del chileno incorpora sólo por dos formas al extranjero, como
trabajador flexibilizado, alienado de derecho más que al de la precariedad, y
culturalmente, como delincuente, sujeto de riesgo y precaución. Al
neoliberalismo no le importa si ingresa legal o ilegal, por los dos campos
ingresa al mercado como potencial de riqueza. El extranjero debe asirse a la
sobrevivencia, ¿no es por eso que está acá?, debe satisfacer cierta cantidad de
remesas para aquellos a quienes se vio obligado a abandonar, debe cumplir y
agachar la cabeza, porque día a día en la calle le recalcan que está quitando
un trabajo, debe abrirse a las fantasías de los dueños de esta larga y angosta
faja de explotación y cárcel, porque si no, muere de hambre.
¿quiénes son los
extranjeros?, pues bien, los que han renunciado a su patria por la precariedad,
quienes sólo por ser precarios son presuntos criminales o simplemente ingresan
más abajo del promedio salarial a trabajar. ¿Quiénes son extranjeros?, los que
día a día no hablan más que de la sobrevivencia, los que hostigados por su mera
apariencia ya tienen lugar en el exilio, en un exilio – un exilio transnacional
o intranacional-; aquellos que sólo por vivir en medio de la precariedad deben
olvidar su lengua, su comunidad; aquellos que no sólo atraviesan frontera al
norte o al sur, sino aquellos que aguardan en escuelas de riesgo, poblaciones
en vulnerabilidad o celdas de castigo; aquellos que día a día nos vemos
obligados a inventar una lengua más allá de la ciudadanía, una lengua que
apunta a quienes gobiernan el hambre y el exilio en la comunidad del bienestar
del libre mercado; aquellos que sin patria más que la de la precariedad nos
organizamos en los recodos olvidados de una ciudadanía global, transnacional y
neoliberal.
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